Radio Celeste
RADIO CELESTE
Cuando contaba diez u once años de edad, llegado el verano, mi hermano y yo aprovechábamos para pasar algunas noches a la intemperie, y nos íbamos de mudanza a la azotea. Que si colchones, almohadas, sábanas, linternas...
Recuerdo de un modo entrañable las últimas horas de la madrugada, cuando me despertaba con el aire fresco. Me deleitaba contemplando las estrellas, reconociendo algunas constelaciones, comprobando cómo éstas habían variado su posición aparente a lo largo de la noche. Me fascinaba, por ejemplo, la irrupción de Orión sobre el horizonte, indicando con ello que el amanecer en breve llamaría a las puertas. Para mí, aquellas horas previas al amanecer eran realmente mágicas.
Mientras viajaba por el espacio sideral sin moverme de la azotea de mi casa, me agradaba escuchar, a bajo volumen, cualquier emisora de radio donde hubiese alguien contando algo, lo que fuese. La radio era vieja y destartalada, de esas que sólo sintonizaban la onda corta y que venían protegidas por una funda negra, cuarteada por el paso de los años. Me gustaba. No me pregunten por qué pero me gustaba, había algo especial en todo aquello, algo íntimo.
También con aquella edad, pero en invierno, llegué a construir una antena de cinco metros –bueno, yo creía que aquello era una antena-, con la esperanza de poder comunicarme con los radioaficionados, comunicación que, por supuesto, nunca tuvo lugar, ya que todo mi equipo se reducía a un simple walkie-talkie.
Recuerdo, por ejemplo, la poderosa luz de la Luna Llena de Enero iluminando la azotea al comienzo de la noche. Yo, con el walkie-talkie conectado a la “antena” escuchaba atentamente a los radioaficionados, y los imaginaba disfrutando de esa intimidad compartida que impregna las ondas de radio durante la noche, intimidad que a mi manera hice mía, colándome, invisible, en su mundo: Ese ruido de fondo, ese silbido que a veces iba y venía, esa jerga que en parte aprendí sólo escuchando (“breico, breico”)… Yo quería ser uno de ellos.
A veces me imaginaba –por soñar-, que disponía de mi propia emisora de radio, la cual sólo emitiría un programa que, además, tendría lugar durante esas horas previas al amanecer de las que hablé antes. Me imaginaba a mí mismo dirigiéndome a los cuatro noctámbulos que se encontrasen conectados en ese momento.
Lo que no podía imaginarme entonces era que, años más tarde, el recuerdo de todo aquello me inspiraría el nombre genérico bajo el que acogería estos artículos. A fin de cuentas, parte del espíritu de estos escritos no es otro que el mismo que daba sentido a aquella estación radiofónica de mi infancia. Aquella radio de un niño que soñaba bajo la bóveda celeste y que, crecidito ya, aún no ha perdido la capacidad de soñar.
2 comentarios
Pablo -
Un abrazo intergaláctico.
Niti -